Con la alegría de ser sacerdotes por don de Dios, intentamos ayudarnos para que nuestra vida personal, comunitaria y sacramental, esté configurada con Jesucristo y, transformada por su amor en el Corazón de la Iglesia-María, sea signo y transparencia suya como Cabeza, Pastor, Siervo y Esposo, participando de su único sacerdocio y de su misión salvífica.
Juntos como discípulos, ponemos nuestros ojos en Cristo, lleno de misericordia, que amó hasta «dar la vida» (caridad pastoral), dándose él (pobreza), sin pertenecerse (obediencia), como consorte o Esposo (celibato) (Jn 10; Mt 8,20; Jn 4,34; Mt 9,15), viviendo cercano, tanto a Dios como a los hombres.
Cada sacerdote de la pequeña Familia, como discípulo amado, recibe de Jesús a María para vivir todo en unión y dependencia de Ella, como Madre, modelo y maestra de su vida espiritual y apostólica, procurando que sea acogida y amada por muchos.
«Aprended de María a ser testigos creíbles y apóstoles generosos, ofreciendo vuestra contribución a la gran obra de la nueva evangelización. Y no olvidéis nunca que el auténtico apostolado exige como condición previa el encuentro con Jesús Vivo, el Señor» (San Juan Pablo II).
Consagrados a María, seguimos juntos las huellas de Cristo Sacerdote dejadas por los santos, especialmente San Juan de Ávila y el santo Cura de Ars, reconociendo la paternidad espiritual del Siervo de Dios Diego Hernández, quien nos dejó su ejemplar vivencia y celo por un sacerdocio santo mediante:
Desde la espiritualidad del sacerdote diocesano, en íntima relación y amistad con Cristo, aspiramos a la perfección de la caridad pastoral en íntima fraternidad sacramental, enriquecida por el camino de la infancia evangélica vivida por Jesús y la Virgen María, siguiendo las enseñanzas de Santa Teresa del Niño Jesús, con humildad, en comunión fraterna y dinamismo misionero.
Enraizados esencialmente en la Eucaristía, nuestros rasgos más característicos son la oración, la vida fraterna, el abandono total a la providencia del Padre, la sencillez evangélica y la acogida de quienes están necesitados del amor de Dios, ayudándoles en el crecimiento de su vida cristiana en santidad.
«La vida evangélica la entendemos como un estilo de vida basado ante todo en el Amor, en la vida muy sencilla, en la obediencia fiel, en la consagración celibataria, en la disponibilidad del servicio y la apertura a la Providencia. Es decir, no las virtudes en sí mismas (S. Juan de Ávila), sino en querer seguir a Jesús con el ejemplo de su vida»